En un hueco de nuestra tan preciada alma, se encuentra una llave que tiene la difícil tarea de ser guardia de nuestro cofre, si, nuestro cofre. Con tan solo 11 años apreciaba el hecho de enterarme de un intrigante y a su misma vez malicioso secreto, le daba esa pisca de emoción que cualquier niño anhela, al pensar en que debía de mantener la boca cerrada para que nadie más lo descubra me hacía pensar que cada minuto que dictaba el reloj era una fracción más de tiempo en el cual mi carga se tornaba extremadamente pesada, pero la responsabilidad de ser el mejor confidente posible se mecía sobre mis hombros. Mientras la luna y el sol jugaban a atraparse, días, semanas e incluso meses caían como una considerable cantidad de agua recientemente extraída del polo norte sobre mi consciencia, comenzaba a dudar de qué tan importante era ser el portador de tal responsabilidad si la misma me consumía por dentro, dejé de ser un niño para convertirme en un cofre ajeno, uno que sin darme cuenta alivianaba la culpabilidad de la persona que me contó ese intrigante hecho. Sin pensarlo un segundo más corrí al único lugar donde no podía ser considerado un soplón, un cobarde que destruya la confianza de alguien más; acudí al espejo en busca de reflexión para poder ver qué tan valioso era en verdad ser confidente de alguien más, claramente salí de ahí sin una respuesta que me ayudara. Un día en el cual un rayo del encandilante sol deslumbró mis ojos, en esos instantes antes de levantarte en los cuales aprecias sin ninguna explicación el techo, pude comprenderlo, por fin entendí que todo aquello que deba de hacerse a escondidas, no solo atenta contra la consciencia del confidente, sino contra la misma persona que pretende alivianar su culpa buscando un cofre donde guardar sus malas acciones. Nadie se librará de tener algunos secretos, pero procuremos ser nuestra propia llave y nuestro propio cofre porque no toda persona que nos escuche lanzará la llave hacia un pozo.
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