Dialogando con el sentido común que pretendo escuchar en los
momentos de decisiones importantes – pretendo, porque generalmente soy sordo de
la razón- me encuentro en una
encrucijada, un dilema que se vuelve el encargado de asegurarse de que dimita
de mis obligaciones, de mis angustias e incluso de lo que muchas personas
llaman felicidad compartida.
El dimitir de la felicidad compartida no es una locura, es
más, es un alivio que un porcentaje muy reducido de personas se arriesga a
percibir. Para decirlo en términos más cálidos, dimitir de esa sensación sería
abandonar aquella búsqueda interminable, incesante e irracional de
autocomplacer al otro para que al fin y al cabo, sea pasajero.
Es eso, somos pasajeros al igual que las estaciones del
clima, al igual que nuestra juventud, al igual que los ideales que juramos
sostener. Damos nuestro granito de existencia tratando de complacernos a
nosotros y a alguien más, cuando es más simple soltar esa cadena que tiene
escrita aprobación en cada uno de sus eslabones, para ser libres y disfrutar a
nuestro modo.
Desarraigarnos de la tierra que nos obliga a hacer todo por
los demás y ver que eso no es egoísmo, es libertad que nos dirige hacia un
nuevo rumbo. Renunciar es para cobardes, pero hacerlo para echar raíces en un nuevo
lugar, eso es una elección brillante.
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