lunes, 19 de abril de 2021

Raíces

 


Dialogando con el sentido común que pretendo escuchar en los momentos de decisiones importantes – pretendo, porque generalmente soy sordo de la razón-  me encuentro en una encrucijada, un dilema que se vuelve el encargado de asegurarse de que dimita de mis obligaciones, de mis angustias e incluso de lo que muchas personas llaman felicidad compartida.

El dimitir de la felicidad compartida no es una locura, es más, es un alivio que un porcentaje muy reducido de personas se arriesga a percibir. Para decirlo en términos más cálidos, dimitir de esa sensación sería abandonar aquella búsqueda interminable, incesante e irracional de autocomplacer al otro para que al fin y al cabo, sea pasajero.

Es eso, somos pasajeros al igual que las estaciones del clima, al igual que nuestra juventud, al igual que los ideales que juramos sostener. Damos nuestro granito de existencia tratando de complacernos a nosotros y a alguien más, cuando es más simple soltar esa cadena que tiene escrita aprobación en cada uno de sus eslabones, para ser libres y disfrutar a nuestro modo.

Desarraigarnos de la tierra que nos obliga a hacer todo por los demás y ver que eso no es egoísmo, es libertad que nos dirige hacia un nuevo rumbo. Renunciar es para cobardes, pero hacerlo para echar raíces en un nuevo lugar, eso es una elección brillante.

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