Hay infinitas razones por las cuales elegimos seguir habitando esta realidad que nos golpea constantemente, para luego levantarnos y darnos la mano en señal de buena fe. Una de ellas, y considero que es la más importante, es la forma en la que arrojamos el tablero de la mesa al introducir las melodías de la cultura de la música en nuestra insensible vida. Es algo tan complejo y a la vez incitante a la ruptura de la costumbre y monótona línea de existencia en la que nos encontramos; permitirnos danzar imprudentemente en la vía pública, cantar de una forma únicamente desmedida que afloja el pésimo día hasta de la persona más afligida, que genera una calidez responsable de derretir polos, indiscriminadamente.
Es la belleza que pocos aprecian, que es intuitiva, es la cinta
de llegada ansiosa por ser quebrantada por una risa y unos sonidos hipnotizantes
de una guitarra enriquecida de ganas de brillar con ese fulgor que las
estrellas prefieren envidiar que igualar. Regalen segundos, minutos e incluso
años de su vida al disfrute del compás de esa ilusión del arte convertido en ritmos
que poseen el espíritu de la felicidad en las personas.