Es injusta y desencantadora la cantidad de veces en el día que una mentira proviene de nuestra persona, es indecente la forma en que lo hacemos y desopilante como volvemos en el tiempo para pensar en que estúpida e innecesaria fue.
Seducir a cualquier otra persona con una leve o completa alteración de los hechos, muchas veces se nos presenta como una idea grandiosa e infalible; nosotros mismos nos damos cuenta que está mal y es en ese momento en el cual empezamos a cosechar la culpa. Me permito decir que la culpa suelo notarla como una serpiente que no tiene intención de matarnos de asfixia, sino que nos da la oportunidad de aflojar sus escamosos y fuertes retorcijones en nuestro cuello, con la simple intención de cortar no solo las patas de la mentira, sino despiadadamente destruirla sin chance de volver a rondar en nuestra vida. Difícil decisión, aunque no parezca, muchos sufren desde el principio, otros lo sienten al final. Pero, al fin y al cabo, todo se desmorona en cuestión de segundos; una vida, una familia, una buena relación de amigos, todo acaba. La mentira es una fuente de agua, adornada con esculturas de vistosos ángeles y cualquier otra atracción que sea digna de apreciar y que encandile la atención de cualquiera con su presencia. La culpa es el océano de aceite que hace flotar esa agua, así es, el agua siempre puede estar por encima y salir a flote, pero al final es tan amarga como el océano desde donde realmente proviene.
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